jueves, 21 de enero de 2010

Compasión: acompañar con pasión, un buen propósito.


Una mañana de septiembre a mis 17 años decidí irme de pinta. Casi al alba, mi novio pasó por mí en su coche nuevo. Disfrazada de colegiala con una minifalda debajo del uniforme salí corriendo de mi casa para que el sol no me alcanzara y mi madre no se diera cuenta.
En el trayecto sin rumbo de una aventura adolescente nos sorprendió el temblor. El año, 1985. El movimiento se vio atenuado por la velocidad del coche nuevo, la adrenalina de dos enamorados y la emoción de la aventura. Fue la voz de angustia de los locutores de radio la que logró despertar nuestra conciencia. Quedamos atrapados por la estática de una transmisión cortada, decidimos parar el coche y esperar a que la voz volviera para desentrañar nuestras dudas. Se habló de zonas derruidas: la Roma, Tlatelolco…
A los 17 y a los 21, sentirse héroes es tan gratificante o más que una cita clandestina, así que cambiamos de planes y condujimos hasta el epicentro del dolor. No olvido las ruinas ni el olor a gas.
Emparedados de cemento y trapos era una visión incomprensible. Rostros de locura en transición hacia el horror, hombres y mujeres semidesnudos o mediovestidos dando vueltas en círculo. Fue entonces que nos dimos cuenta de nuestra ridícula pretensión heroica y nos hayamos invisibles en una zona acordonada. Una mujer de pantuflas agarraba su bata con una mano, se acercó a mí como en trance y no supe si gritar o salir corriendo, quedé inmóvil, con la mano libre me dio un gran abrazo y comenzó a llorar suave y prolongado como niña con sueño. 

Veinticinco años después y tras la réplica en Haití, rescato de los escombros ese recuerdo y me sorprende admitir que fue, para mí, un momento feliz porque descubrí la fuerza de dar consuelo. Y digo que en Haití se presentó una réplica no por minimizar la catástrofe, sino por reconocer que no tembló en una isla lejana sino en la cuadra vecina de un mundo que nos pertenece a todos. 

A diario tiembla en la vida de alguien de algún modo. Rescato a propósito, una palabra que casi ha quedado confinada al lenguaje religioso, una palabra que encierra una actitud necesaria: compasión. Causar compasión se percibe como un sentimiento expresado de arriba hacia abajo como la lástima, es decir, de un ser inferior hacia uno superior. Es un sentimiento asociado con la empatía. La distinción que hacen de ambos términos corresponde a que a la empatía se le relaciona con una capacidad cognitiva y a la compasión con una afectiva.
Hoy sabemos que razón y sentimiento no habitan por separado, amamos y aprendemos con la fuerza de los sentidos y con la grandeza de nuestra razón. Mucho del padecimiento humano surge precisamente al tratar de hacer esta disección. Sentir y pensar son dos aspectos integrales de nuestra conexión con el mundo y con los otros. 
La compasión quiere decir, literalmente, "sufrir juntos", es un movimiento del alma que nos convoca el mal que padece otro ser. La compasión es el deseo de aliviar y reducir el sufrimiento de otro; es una forma de solidaridad, una “piedad cuidadosa” dicen los budistas.
Para el Cristianismo la compasión es "reír con los que ríen y llorar con los que lloran". Nuestro transitar es un subibaja que nos obliga a la compasión de saber vivir con otro su desgracia, pero también de sentir con él ante las cimas y las cuestas, es, en suma, la máxima capacidad de imaginación sensible.
El peso del hombre moderno lo ejerce la ridícula obsesión por parecer siempre felices, como maniquíes encerrados en un aparador y olvidamos que la felicidad se obtiene al compartir, al acompañar con gracia. Mi mejor propósito para el 2010 es sentir e inspirar compasión con pasión.

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